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RAFAEL GORDON HASKEL

 



INSOMNIO 

En los tejados 
los gatos acuden 
a la cita del amor. 

En la oscuridad, 
maullidos en la noche 
me desvelan 




ECONOMÍA 

Lo trágico no es andar sin un duro, 
sino deambular por las calles 
sin poder entrar en un jodido bar 
donde caerse muerto. 




YONKI 

Una primavera desflorada 
y un otoño eterno. 

Una estación 
en la que nadie espera. 

Un muerto 
por el que nadie pregunta. 


(Rafael Gordon Haskel, Sobrevolando los tejados, El Ojo de Alejandría, 2025) 

ALEXANDER DRAKE

 


WHISKY 

Estaba una noche más en su club favorito. Sabía que desentonaba un poco en un lugar así, pero le gustaba sentarse en la barra, beber unos cuantos whiskies y mirar a las chicas bailar y reírse por cualquier cosa. Normalmente aguantaba bien el alcohol, pero aquella noche tenía el estómago revuelto y las siete copas que había bebido no hicieron nada por mejorar aquello. Saltó del taburete y se apresuró al retrete desabrochándose los pantalones. Puso el culo en la taza y echó un río de mierda líquida mientras gritaba de dolor. Todo su cuerpo se estremecía. Aquélla era sin lugar a dudas la peor diarrea que había tenido en sus largos años de borracho. En ese momento sintió unas náuseas horribles. El vómito empezó a salir de su garganta en oleadas salvajes yendo a parar a sus zapatos. Justo después volvió a salir más mierda de su culo provocando un sonido grotesco. Su cuerpo temblaba. Sentía escalofríos. Comenzaba a tener fiebre. Le dolían terriblemente el estómago y la cabeza. Empezó a pensar que moriría en aquel retrete asqueroso; con el culo sucio y los zapatos manchados con su propio vómito. Sintió de nuevo la bilis subiéndole por el esófago. Una vez más se produjeron las arcadas. Volvió a caer todo sobre sus zapatos antes de desmayarse por el esfuerzo. Cinco minutos más tarde unas adolescentes entraron en el baño y lo encontraron allí; inconsciente, medio muerto, con los pantalones bajados y lleno de una papilla asquerosa que cubría el suelo. Las dos se quedaron un segundo paralizadas y luego se echaron a reír como hienas estúpidas hasta que una de ellas cogió su móvil y le sacó un par de fotos mientras aguantaba la respiración. Después cerraron la puerta y salieron corriendo.


(Alexander Drake, Vorágine, Ediciones Irreverentes, 2012) 

ALEXANDER VÓRTICE

 

 



 AMOR A QUEMARROPA


Amar a quemarropa
con el sol a medio gas
y el destino farfullando
balas.

Amar con el cuerpo en tierra
mientras el sistema métrico
de un corazón común
resuelve cerrar sus válvulas.

Amar a la vieja usanza
complicándonos la vida
en cada gesto,
en cada gemido…

Convirtiendo las cicatrices
en medallas. 


(Poema decido por el autor) 

 

ADOLFO MARCHENA

 


COMO  LA  ROCA 

Quiero abarcar 
más allá 
del horizonte, 
preñarme 
como ese polvo 
donde se depositan 
las horas, 
aproximarme a ti, 
aunque ahora 
habites lejos, 
y, sin embargo, 
me acompañan 
tus palabras, 
acaso las que nunca 
escuché, mientras 
destapo todos 
los tarros, 
donde tú guardabas 
el enigma 
y yo trataba 
de descifrarlo. 


(Adolfo Marchena, Ahora que me habitas, Ediciones Passer, 2022)

JULIÁN PORTILLO

 

Vuelve la voz de los marginados

“Julián Portillo lanza “Panorámica de la ciudad” su cuarto libro de poemas” 



Foto Ramsés Silva 


RIL editores apuesta por lanzar “Panorámica de la ciudad”, el cuarto poemario del ya no tan jóven poeta Julián Portillo, donde como en muestras anteriores, recorre la periféria para poner voz a las personas y visibilizar los espacios que son sistemáticamente excluidos de las estampas y los censos, personas y calles que no suelen aparecer, precisamente, en las
encuestas o en las guías de turismo. 

Explorar la otredad, escribir desde el otro. Despojado de su “yo”, Portillo compone en este libro algo que, podría denominarse como “poesía documental”, algo que sin alejarse de los cánones más o menos estrictos de la poesía contemporánea, es  capaz a su vez de transmitir de una forma fidedigna las circunstancias históricas de las personas y de los lugares elegidos en esta especie de “anti-guía” para turistas del descalabro. 

El libro, comùesto por 66 págs, puede adquirirse en las principales librerías del país, como La casa del Libro o en las principales plataformas de internert como Todostuslibros.com, Amazon, o la propia web de la editorial. 



Contacto para entrevistas:

Julián Portillo

mail: julian_p_b@hotmail.com

tlfn: 600 768 803

https://www.facebook.com/julian.portillo.poemas

youtube chanel: https://bit.ly/2C4iAAW

instagram: https://www.instagram.com/julian.portillo.poemas 


 Información sobre el autor:

Julián Portillo (Olivenza, 1984) ha cursado estudios en Filosofía y Ciencias de la Información. Su obra se encuentra dispersa en antologías y revistas, destacando, “Bukowski club” (Ediciones Escalera, 2008), “Per-versos dehesarios” (Cuadren@ Maestr@, 2012), el volumen nº 9 de la colección 3X3 (ERE, 2016), o la reciente publicación "Piedra de toque; 15 poetas emergentes de Extremadura" (Editora Regional 2017). 


 Colabora en el quincenario independiente “Pan y Circo” (Granada, 2006-07) y en las revistas “Tropos” y “Quijote de papel” (Buenos Aires, 2009) aprovechando una estancia en la capital argentina. Durante el año 2012 mantiene el blog “Aullido” para la edición digital del diario HOY de Extremadura (blog.hoy.es/aullido), donde recoge prosas breves y artículos de opinión. En 2016 la revista portuguesa "Esfera" traduce varios de sus poemas. 


Ha ofrecido charlas y talleres sobre poesía y escritura creativa en ferias, centros educativos y facultades, tales como la Feria del Libro de Trujillo (Cáceres), el IES Reino Aftasí de Badajoz, o el Instituto de Lenguas Modernas de la Universidad de Extremadura. 


Ha obtenido los premios Manuel Pacheco (2006) y San Isidoro de Sevilla (2011).


Es autor de las plaquettes “Los portales del alma” (2006), “Literatura subterránea” (2008); y de los poemarios “Ligero como una tumba” (Cuadern@ Maestr@, 2014) y “Resistencia al fuego” (Zoográfico Ediciones, 2017), "El lugar donde habito" Mai Saki (Fundación Caja Badajoz, 2018), donde acompaña con sus versos a las fotografías de la artista y “Panorámica de la Ciudad” (RIL editotres, 2022). 


Medianía y ocaso
 
Todo en mi vida es medianía y ocaso.
Todo cuanto pude haber logrado
nada es hoy a la luz de los hechos.
 
Me siento tan distante y lejano que
apenas soy un recuerdo de mí.
 
Pienso en la ciudad y es diminuta
ante la vasta extensión de mi derrota.
 
Me odio con tanta fuerza como solo
dos adolescentes pueden amarse. 





  


PÍO BAROJA

 



HOGAR TRISTE
Durante toda la mañana estuvieron esperando en la casa nueva a que llegara el carro de mudanzas, y por la tarde, a eso de las cinco, se detuvo junto al portal.
Los mozos subieron a trompicones los pobres trastos, aprisa y corriendo, y, en la precipitación, rompieron el entredós de la sala, el mueble que más se estimaba en el hogar modesto.
El carrero pidió tres duros en vez de dos, que era lo convenido, porque, según dijo, los muebles no cabían en un carro pequeño, y los mozos soltaron unas cuantas groseras pullas, porque no les daban bastante propina.
Ya de noche, a la luz mortecina de una candileja, marido y mujer se pusieron a colocar los muebles en su sitio, mientras el niño se entretenía en arrancar la estopa del vientre de un caballo de cartón. Pero el niño se cansó pronto, y empezó a seguir a su madre y a cogerse a sus faldas, llamándoles con voz soñolienta. Entonces ella tomó una lámpara de alcohol, calentó en un cazo un poco de caldo que había sobrado del mediodía y se lo hizo tomar al niño; lo acostó, y al poco rato el chico dormía dulcemente.
Ella se disponía a seguir en su faena.
«Pero descansa un rato, mujer —le dijo él—. No sé qué me da verte trabajar así. Siéntate, y charlaremos un rato.»
Ella se sentó, y apoyó sobre su mano ennegrecida la cabeza sudorosa y despeinada.
Él esperaba que le volverían a colocar pronto; si no aceptaría los veinte duros que daban en el almacén por llevar la contabilidad; mientras tanto podrían vivir; la casa aquella era alta, quinto piso, pero por eso sería más alegre. Y miraba alrededor, y las paredes frías, con la amargura de la desnudez triste, y los muebles cubiertos de polvo, y el suelo lleno de cuerdas de estropajo, parecía reírse lúgubremente de sus afirmaciones.
La mujer, resignada, aprobaba todo lo que decía su marido.
Cuando descansó un rato, se levantó nuevamente.
—Y yo —dijo— que no he tenido tiempo de preparar la cena.
—Déjalo —repuso él—. No tengo ninguna gana. Nos acostaremos sin cenar.
—No; saldré a buscar algo.
—Iremos los dos, si quieres.
—¿Y el niño?
—Volveremos en seguida. No se despertará.
La mujer marchó a la cocina a lavarse las manos; pero la fuente no corría.
«Estamos bien. Hay que ir por agua.»
Ella se echó un mantón sobre los hombros y cogió una botella; él ocultó otra de barro debajo de la capa, y salieron sin hacer ruido. La noche de abril era fría y desapacible.
Al pasar junto al teatro Real vieron montones de hombres que dormían acurrucados en el suelo. Por la calle del Arenal pasaban los coches con un sonar grave y majestuoso por el pavimento de madera.
Llenaron las botellas en una fuente de la plaza de Isabel II, y con esa complacencia que se tiene para las impresiones dolorosas, al pasar se detuvieron otra vez un momento delante de los hombres dormidos en montón.
Llegaron a casa, subieron las escaleras sin hablarse y se acostaron.
Él creyó que iba, con el cansancio, a dormirse en seguida, y, sin embargo, no pudo; la atención sobreexcitada le hacía percibir los más ligeros ruidos de la noche. Y levemente oía el sonar grave y majestuoso de los coches, y ante sus ojos aparecían los hombres dormidos en la calle, y ante la imaginación, el abandono y el desamparo de una parte de la familia humana. Los pensamientos negros le angustiaban y le llenaban de un gran sobresalto; hacía esfuerzos para no agitarse y despertar a su mujer. Ella estaría durmiendo, la pobre, descansando de las fatigas del día. Pero no…, gemía y se quejaba débilmente, débilmente…
—¿Qué te pasa? —la preguntó.
—El niño —murmuró ella, sollozando.
—¿Qué tiene? —dijo él, sobresaltado.
—El otro niño… Pepito… ¿Sabes?… Mañana hará dos años que lo enterraron…
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué es tan triste nuestra vida?

(Pío Baroja, Cuentos, Alianza Editorial, 1987)

CHARLES BUKOWSKI

 


AHORA 

llegar hasta aquí 
rondando la vejez 
consumido el tiempo 
sin haber encontrado a nadie 
verdaderamente perverso 
sin haber encontrado a nadie 
verdaderamente excepcional 
sin haber encontrado a nadie 
verdaderamente bueno 

rondando la vejez 

consumido el tiempo 

las mañanas son lo peor. 

(Charles Bukowski, Poemas de la última noche de la Tierra, Visor Libros, 2019)

FIÓDOR DOSTOYEVSKI

 



   Desde el primer día de mi vida de presidio comencé a soñar con la libertad.
Calcular cuándo terminarían mis años de presidio, de mil maneras distintas y en mil
ocasiones, constituía mi ocupación favorita. No podía pensar en otra cosa, y estoy
seguro de que lo mismo le sucede a todo el que está privado temporalmente de
libertad. No sé si los presos pensaban y calculaban igual que yo, pero la asombrosa
ligereza de sus ilusiones me sorprendió desde mis primeros pasos. La esperanza del
recluso privado de libertad es de otro tipo, completamente distinta a la del hombre
que lleva una vida real. El hombre libre, desde luego, espera algo (por ejemplo, un
cambio de suerte, la realización de alguna empresa), pero vive, actúa; la vida real le
arrastra en su torbellino. No ocurre lo mismo con el preso. Admitamos que también
es vida la vida de la cárcel, de presidio; pero, sea quien sea el preso e
independientemente de la duración de su condena, él no puede aceptar de ningún
modo, instintivamente, su destino como algo definitivo, resuelto, como parte de la
vida real. Todo preso siente que no está en su casa, sino como de visita. Veinte años
son para él como dos, y está convencido de que al salir de la cárcel a los cincuenta y
cinco años estará tan joven como ahora, a los treinta y cinco. «Todavía viviremos»,
piensa y aleja decididamente de él todas las dudas y todas las ideas desagradables.
Incluso los condenados a perpetuidad, los de la sección especial, contaban a veces
con que aquello no podía ser y que de pronto llegaría una orden de Píter:
«Trasladar a Nerchisnk, a las minas, y fijar un término a las condenas». Entonces,
¡qué bien! En primer lugar, hasta Nerchinsk se tarda en llegar casi medio año y es
mucho mejor ir en la cuerda que estar en el penal. Y luego, a acabar la condena en
Nerchinsk y entonces… ¡Así razonaba un recluso con canas! 

(Fiódor Dostoyevski, Memorias de la casa muerta, Alba Editorial, 2017) 

ANTONIO MACHADO

 


EL  HOSPICIO 

Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.
Con su frontón al Norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de agrietados muros y sucios paredones
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!
Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
a contemplar los montes azules de la sierra;
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
sobre la tierra fría la nieve silenciosa… 

(Antonio Machado, Campos de Castilla, Ediciones Cátedra, 2006)

ANTONIO JAVIER FUENTES SORIA

 


CABALLO  DE  CARTÓN 

Te vistes y te vas 
cuando la ciudad aún duerme 
y el frío amenaza en la ventana. 
Ruge el motor de un coche a lo lejos 
y suena, 
en este amasijo de acero y hormigón, 
una sórdida canción de cañerías. 
Puedo escribir 
que son emborronadas notas 
en la partitura virginal del alba, 
pero son solo ruidos, 
y el techo que ahora miro 
tampoco es un folio en blanco. 
Abajo, en la acera, 
oigo el repique firme y decidido 
de tus tacones 
que se alejan, 
como una serie infinita 
y tenue 
de puntos suspensivos. 

(Antonio Javier Fuentes Soria, El Outsider, Versátiles Editorial, 2021) 

ANTONIO JAVIER FUENTES SORIA

 


EN  EL  PORTAL  47 

En el portal cuarenta y siete, 
al abrigo de los gigantes soportales, 
el viejo vagabundo canta 
una antigua canción de amor 
que habla de un marinero 
y de una hermosa joven 
y de un barco que parte 
hacia tierras lejanas. 
Me detengo un instante ante él. 
Añoro el mar, me dice, 
pero puedo imaginarlo 
en una botella de ginebra. 
Continúo mi camino 
y pienso 
en lo que ha cambiado todo, 
en las videollamadas, 
en las redes sociales, 
y en la pasta 
que se deja la gente 
en las agencias de viajes. 




MORIR  UN  POCO  CADA  DÍA 

Las doradas hojas, 
desterradas 
y vencidas en el suelo, 
me recuerdan 
que hay un poco de muerte 
en nosotros 
cada día. 
Mientras, 
pasan los autobuses, 
y espera la gente 
su turno en los cajeros, 
y sueña, 
anclado en su pupitre, 
algún adolescente enamorado. 


(Antonio Javier Fuentes Soria, El Outsider, Versátiles Editorial, 2021) 

ERNEST HEMINGWAY

 


LOS  ASESINOS 

   La puerta de la cafetería Henry’s se abrió y entraron dos hombres. Se sentaron a la barra. 
   —¿Qué desean? —les preguntó George.
   —No lo sé —dijo uno de los hombres—. ¿Qué quieres comer, Al?
   —No lo sé —dijo Al—. No sé qué quiero comer.
   Estaba oscureciendo. El alumbrado se encendió al otro lado de la ventana. Los
dos hombres sentados a la barra leyeron el menú. Nick Adams los observaba desde la
otra punta de la barra. Estaba charlando con George cuando entraron. 
   —Tomaré lomo de cerdo asado con salsa de manzana y puré de patatas —dijo el
primer hombre que había hablado.
   —Todavía no está preparado.
   —Entonces, ¿por qué demonios lo pones en la carta?
   —Es la carta de la cena —les explicó George—. Se empieza a servir a las seis.
   George miró el reloj de pared que había detrás de la barra.
   —Son las cinco.
   —El reloj marca las cinco y veinte —dijo el otro hombre.
   —Va veinte minutos adelantado.
   —Oh, al diablo con el reloj —dijo el primero—. ¿Qué tienes para comer?
   —Puedo prepararles un sándwich de lo que quieran —dijo George—. Pueden
tomar huevos con jamón, huevos con beicon, hígado y beicon o un bistec.
   —Ponme croquetas de pollo con guisantes, salsa de nata y puré de patatas.
   —Eso es la cena.
   —Todo lo que pedimos es la cena, ¿eh? Ese es el truco.
   —Puedo prepararles huevos con jamón, huevos con beicon, hígado…
   —Tomaré huevos con beicon —dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero
hongo y un abrigo negro abrochado en el pecho. Tenía la cara pequeña y blanca, y los
labios finos. Llevaba una bufanda de seda y guantes. 
   —A mí ponme huevos con beicon —dijo el otro. Era más o menos de la misma
estatura que Al. Eran distintos de cara, pero iban vestidos como gemelos. Los dos
llevaban abrigos demasiado ajustados. Se sentaban inclinados hacia delante, con los
codos sobre la barra.
   —¿Tienes algo para beber? —preguntó Al.
   —Zarzaparrilla, cerveza sin alcohol, ginger ale.
   —Me refiero a si tienes algo para beber.
   —Lo que acabo de decirle.
   —Es caluroso este pueblo —dijo el otro—. ¿Cómo se llama?
   —Summit. 
   —¿Habías oído hablar de él? —le preguntó Al a su amigo.
   —No —dijo el amigo.
   —¿Qué hacéis aquí por las noches? —preguntó Al.
   —Cenan —dijo su amigo—. Todos vienen aquí y se pegan la gran cena.
   —Eso es —dijo George.
   —¿Así que es eso? —le preguntó Al a George.
   —Claro.
   —Eres un chico bastante listo, ¿verdad?
   —Claro —dijo George.
   —Bueno, pues no lo eres —dijo el otro hombrecillo—. ¿Lo es, Al?
   —Es tonto —dijo Al. Se volvió hacia Nick—. ¿Cómo te llamas?
   —Adams.
   —Otro chico listo —dijo Al—. ¿No es un chico listo, Max?
   —Este pueblo está lleno de chicos listos —dijo Max. 
   George puso los dos platos, uno de huevos con jamón y otro de huevos con
beicon, sobre la barra. Al lado colocó dos platitos de patatas fritas y cerró la
ventanilla que daba a la cocina.
   —¿Cuál es su plato? —le preguntó a Al.
   —¿No lo recuerdas?
   —Huevos con jamón.
   —Un chico listo —dijo Max. Se inclinó hacia delante y cogió el plato de huevos
con jamón. Los dos hombres comieron con los guantes puestos. George los observó
comer. 
   —¿Qué estás mirando? —Max miraba a George.
   —Nada.
   —Sí que estabas mirando. Me mirabas a mí.
   —A lo mejor el chico lo hacía en broma, Max —dijo Al.
   George rio.
   —No te rías —le dijo Max—. No quiero verte reír, ¿entendido?
   —Muy bien —dijo George.
   —Así que piensa que todo va muy bien. —Max se volvió hacia Al—. Piensa que
todo va muy bien. Esta sí que es buena.
   —Oh, es un pensador —dijo Al. Siguieron comiendo.
   —¿Cómo se llama el chico listo que hay al final de la barra? —le preguntó Al a
Max.
   —Eh, chico listo —le dijo Max a Nick—. Ponte al otro lado de la barra con tu
amigo.
   —¿Ocurre algo? —preguntó Nick.
   —No ocurre nada.
   —Es mejor que vayas al otro lado de la barra —dijo Al. Nick le obedeció. 
   —¿Qué ocurre? —preguntó George. 
   —Nada que os interese —dijo Al—. ¿Quién es el que está en la cocina?
   —El negro.
   —¿Qué quieres decir con el negro?
   —El negro que cocina.
   —Dile que venga.
   —¿Qué ocurre?
   —Dile que venga.
   —¿Dónde se cree que está?
   —Sabemos perfectamente dónde estamos —dijo el hombre llamado Max—.
¿Parecemos tontos?
   —Tú pareces tonto hablando así —le dijo Al—. ¿Por qué demonios discutes con
el chaval? Escucha —le dijo a George—, dile al negro que venga.
   —¿Qué van a hacerle?
   —Nada. Utiliza la cabeza, chico listo. ¿Qué íbamos a hacerle a un negro?
   George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
   —Sam —llamó—. Ven aquí un momento.
   La puerta de la cocina se abrió y entró el negro.
   —¿Qué ocurre? —preguntó. Los dos hombres de la barra le echaron un vistazo.
   —Muy bien, negro. Quédate ahí —dijo Al.
   Sam, el negro, con el delantal puesto, miró a los dos hombres de la barra.
   —Sí, señor —dijo. Al se bajó del taburete. 
   —Me voy a la cocina con el negro y el chico listo —dijo—. Vuelve a la cocina,
negro. Ve con él, chico listo. —El hombrecillo se fue detrás de Nick y Sam, el
cocinero, hacia la cocina. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max estaba
sentado justo delante de George. No miraba a George, sino el espejo que se extendía
paralelo a la barra. Henry’s había sido un salón, ahora reconvertido en cafetería.
   —Bueno, chico listo —dijo Max mirando al espejo—. ¿Por qué no dices algo?
   —¿De qué va todo esto?
   —Eh, Al —gritó Max—, el chico listo quiere saber de qué va todo esto.
   —¿Por qué no se lo dices? —dijo la voz de Al desde la cocina.
   —¿De qué crees que va?
   —No lo sé.
   —¿Qué crees?
   Max no dejaba de mirar al espejo mientras hablaba.
   —No sabría decirlo.
   —Eh, Al, el chico listo dice que no sabría decir de qué va todo esto. 
   —Le oigo perfectamente —dijo Al desde la cocina. Había colocado un frasco de
ketchup para dejar abierta la ventanilla que utilizaban para pasar los platos—.
Escucha, chico listo —le dijo a George desde la cocina—. Aléjate un poco de la
barra. Muévete un poco a la izquierda, Max. —Era como un fotógrafo preparando
una foto de grupo. 
   —Dime, chico listo —dijo Max—. ¿Qué crees que va a ocurrir?
   George no dijo nada.
   —Te lo diré —dijo Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco
grandote llamado Ole Andreson?
   —Sí.
   —Viene a cenar cada noche, ¿verdad?
   —Viene a veces.
   —Viene a las seis en punto, ¿verdad?
   —Si viene.
   —Todo eso ya lo sabemos —dijo Max—. Habla de otra cosa. ¿Alguna vez vas al
cine?
   —De vez en cuando.
   —Deberías ir más al cine. Las películas son buenas para un chico listo como tú.
   —¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les ha hecho?
   —No ha tenido oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto.
   —Y solo va a vernos una vez —dijo Al desde la cocina.
   —¿Por qué van a matarlo entonces? —dijo George.
   —Lo hacemos por un amigo. Solo para hacerle un favor a un amigo, chico listo.
   —Cállate —dijo Al desde la cocina—. Estás abriendo demasiado esa bocaza.
   —Bueno, tengo que entretener al chico listo. ¿Verdad, chico listo?
   —Estás abriendo demasiado la bocaza —dijo Al—. El negro y mi chico listo se
divierten solos. Los tengo atados como a un par de amigas en el convento. 
   —¿He de suponer que estuviste en un convento?
   —Nunca se sabe.
   —Estuviste en un convento kosher. Ahí es donde estuviste.
   George miró el reloj.
   —Si entra alguien le dices que la cocina está cerrada, y si insisten les dices que tú
mismo se lo prepararás. ¿Lo has entendido, chico listo?
   —Muy bien —dijo George—. ¿Y qué hará luego con nosotros?
   —Eso dependerá —dijo Max—. Es una de esas cosas que nunca sabes hasta que
llega el momento.
   George levantó la mirada hacia el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la
calle se abrió. Entró un conductor de tranvía.
   —Hola, George —dijo—. ¿Puedo cenar?
   —Sam ha salido —dijo George—. Volverá en una media hora.
   —Será mejor que vaya un poco más arriba —dijo el conductor. George miró el
reloj. Eran las seis y veinte.
   —Eso ha estado bien, chico listo —dijo Max—. Eres un auténtico caballerete.
   —Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
   —No —dijo Max—. No es eso. El chico listo es muy simpático. Es un chico 
simpático. Me cae bien. 
   A las seis cincuenta y cinco, George dijo:
   —No va a venir. 
   Habían entrado otras dos personas en la cafetería. Una vez George había entrado
en la cocina y le había preparado a un hombre un sándwich de jamón y huevo «para
llevar». Dentro de la cocina vio a Al, con su sombrero hongo echado para atrás,
sentado en un taburete junto a la ventanilla, con la boca de una recortada apoyada en
el antepecho. Nick y el cocinero estaban en un ángulo, espalda contra espalda, los dos
con una toalla de mordaza. George había preparado el sándwich, lo había envuelto en
papel de aceite, colocado en una bolsa y entregado al hombre, que había pagado y se
había ido. 
   —El chico listo puede hacer de todo —dijo Max—. Puede cocinar y todo. Con el
tiempo harás feliz a alguna muchacha, chico listo.
   —¿Ah, sí? —dijo George—. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
   —Le daremos diez minutos —dijo Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las manecillas del reloj marcaron las siete, y luego
las siete y cinco. 
   —Vamos, Al —dijo Max—. Más vale que nos marchemos. No va a venir.
   —Le daremos cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
   En esos cinco minutos entró un hombre, y George le contó que el cocinero estaba
enfermo.
   —¿Por qué demonios no te buscas otro cocinero? —preguntó el hombre—. ¿O es
que aquí no se sirven comidas? —Salió.
   —Vámonos, Al —dijo Max.
   —¿Y qué me dices de los dos chicos listos y el negro?
   —Son legales.
   —¿Te parece?
   —Claro. Todo listo.
   —No lo veo claro —dijo Al—. No me gustan los cabos sueltos. Hablas
demasiado.
   —Oh, qué demonios —dijo Max—. Teníamos que divertirnos un poco, ¿no?
   —De todos modos, hablas demasiado —dijo Al. Salió de la cocina. Los cañones 
recortados de la escopeta le formaban un pequeño bulto bajo la cintura de su abrigo
demasiado ceñido. Se alisó el abrigo con las manos enguantadas.
   —Hasta luego, chico listo —le dijo a George—. Has tenido suerte.
   —Es verdad —dijo Max—. Deberías apostar a las carreras.
   Los dos salieron por la puerta. George los observó por la ventana, mientras
pasaban bajo la lámpara de arco y cruzaban la calle. Con sus abrigos tan ceñidos y
sus sombreros hongo parecían de una compañía de vodevil. George entró en la cocina
por las puertas batientes y desató a Nick y al cocinero.
   —No quiero volver a pasar por esto —dijo Sam, el cocinero—. No quiero volver
a pasar por esto. 
   Nick se puso en pie. Nunca había tenido una toalla en la boca.
   —Cuenta —dijo—. ¿Qué demonios pasaba? —Intentaba quitarse el susto
asumiendo un aire de arrogancia.
   —Querían matar a Ole Andreson —dijo George—. Iban a dispararle cuando
entrara a comer.
   —¿Ole Andreson?
   —Eso mismo.
   El cocinero se pasó los pulgares por las comisuras de los labios.
   —¿Se han ido? —preguntó.
   —Sí —dijo George—. Ahora ya se han ido.
   —No me gusta —dijo el cocinero—. Esto no me gusta nada.
   —Escucha —le dijo George a Nick—. Es mejor que vayas a ver a Ole Andreson.
   —Muy bien.
   —Es mejor que no te metas en esto —dijo Sam, el cocinero—. Es mejor que te
quedes al margen.
   —No vayas si no quieres —dijo George.
   —Meterte en esto no te va a llevar a nada —dijo el cocinero—. Mantente al margen. 
   —Iré a verlo —le dijo Nick a George—. ¿Dónde vive?
   El cocinero miró hacia otro lado.
   —Los muchachos siempre saben lo que quieren —dijo.
   —Vive en la pensión de Hirsch —le dijo George a Nick.
   —Iré hasta allí. 
   En la calle, la lámpara de arco brillaba a través de las ramas desnudas de un árbol.
Nick recorrió la calle junto a los raíles del tranvía, y en la siguiente farola tomó una
calle lateral. Tres casas más arriba estaba la pensión de Hirsch. Nick subió los dos
peldaños y llamó al timbre. Una mujer apareció en la puerta.
   —¿Está Ole Andreson?
   —¿Quieres verle? 
   —Sí, si está.
Nick siguió a la mujer por un tramo de escaleras y hacia el final de un pasillo.
   Llamó a la puerta.
   —¿Quién es?
   —Alguien quiere verle, señor Andreson —dijo la mujer.
   —Soy Nick Adams.
   —Entra.
   Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba echado en la
cama vestido. Había sido boxeador profesional y la cama le quedaba pequeña. Tenía
dos almohadones bajo la cabeza. No miró a Nick.
   —¿Qué hay? —preguntó. 
   —Estaba en Henry’s —dijo Nick— y llegaron dos tipos que nos ataron a mí y al
cocinero y dijeron que iban a matarle.
   Sonó estúpido cuando lo contó. Ole Andreson no dijo nada.
   —Nos metieron en la cocina —añadió Nick—. Iban a matarlo cuando entrara a
cenar.
   Ole Andreson miraba la pared y no decía nada.
   —George pensó que era mejor que se lo dijera.
   —No puedo hacer nada al respecto —dijo Ole Andreson.
   —Le diré cómo eran.
   —No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Miraba la pared—. Gracias
por venir a contármelo.
   —No hay de qué.
   Nick miró aquel hombre grande echado en la cama.
   —¿No quiere que vaya a avisar a la policía?
   —No —dijo Ole Andreson—. Eso no serviría de nada.
   —¿Hay algo que pueda hacer?
   —No. No se puede hacer nada.
   —A lo mejor era un farol.
   —No. No era un farol.
   Ole Andreson se puso de lado, cara a la pared.
   —Lo que pasa —dijo, hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Llevo todo el día aquí. 
   —¿No podría irse del pueblo?
   —No —dijo Ole Andreson—. Se ha acabado el ir de un lado a otro. —Miraba la
pared—. Ahora ya no se puede hacer nada.
   —¿No puede arreglarlo de ninguna manera?
   —No. Me metí donde no debía. —Hablaba con una voz sin inflexiones—. No se
puede hacer nada. Dentro de un rato me decidiré a salir.
   —Será mejor que vuelva con George —dijo Nick.
   —Hasta luego —dijo Ole Andreson. No miró a Nick—. Gracias por venir.
Nick salió. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson con la ropa puesta,
echado en la cama mirando la pared. 
   —Lleva todo el día en su habitación —dijo la patrona cuando Nick llegó abajo—.
Supongo que no se encuentra bien. Le he dicho: «Señor Andreson, debería salir y dar
un paseo, con el bonito día de otoño que hace», pero no le apetecía.
   —No quiere salir.
   —Lamento que no se encuentre bien —dijo la mujer—. Es un hombre
agradabilísimo. Era boxeador, ¿sabe?
   —Ya lo sabía.
   —Si no fuera por cómo tiene la cara nadie lo diría —dijo la mujer. Charlaban al
lado de la puerta de la calle—. Es tan amable. 
   —En fin, buenas noches, señora Hirsch —dijo Nick.
   —Yo no soy la señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la propietaria de la
pensión. Yo solo soy la encargada. Soy la señora Bell.
   —Pues buenas noches, señora Bell —dijo Nick.
   —Buenas noches —dijo la mujer.
   Nick subió la calle hasta la esquina bajo la luz de la farola, y luego siguió los
raíles del tranvía hasta Henry’s. George estaba dentro, detrás de la barra.
   —¿Has visto a Ole?
   —Sí —dijo Nick—. Está en su habitación y no piensa salir.
   El cocinero abrió la puerta de la cocina cuando oyó la voz de Nick.
   —Ni siquiera pienso escucharos —dijo, y cerró la puerta.
   —¿Se lo contaste? —preguntó George.
   —Claro. Se lo dije, pero ya está al corriente de todo.
   —¿Qué piensa hacer?
   —Nada.
   —Lo matarán.
   —Supongo que sí.
   —Debió de andar metido en algo en Chicago.
   —Imagino —dijo Nick.
   —Mal asunto.
   —Muy malo —dijo Nick.
   Se quedaron callados y George cogió una bayeta y limpió la barra.
   —¿Qué haría? —dijo Nick.
   —Traicionar a alguien. Por eso quieren matarlo.
   —Voy a tener que irme de este pueblo —dijo Nick.
   —Sí —dijo George—. No es mala idea.
   —No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a
cogerle. Es algo horrible.
   —Bueno —dijo George—. Mejor que no pienses en ello. 

(Ernest Hemingway, Cuentos, Debolsillo, 2009) 

ELMORE LEONARD

 

 

   —Anoche me desperté y miré al techo —dijo la mujer sentada frente a Ryan—. ¿Y
saben una cosa? No daba vueltas. Me levanté para ir al cuarto de baño y pude hacerlo
sin tropezar con los muebles y sin tirar nada. Lo encontré justamente donde se
suponía que debía estar. Por la mañana, solía despertarme en el suelo y antes de abrir
los ojos rezaba una oración, pidiendo saber dónde me encontraba. 
   —Sé lo que quiere expresar —afirmó el jefe de la mesa—. Durante los primeros
seis meses o un año de seguimiento de la terapia, yo seguía despertándome por la
mañana esperando estar colgado de algún sitio. Incluso me parecía raro sentirme
normal. 
   La reunión tenía lugar en una habitación sin ventanas del sótano del Hospital
Saint Joseph Mercy, en Pontiac. Paredes llenas de hollín, luces fluorescentes, mesas
de comedor y sillas plegables, la cafetera, las tazas de plástico, los pastelillos. Podía
ser la reunión de un grupo de Alcohólicos Anónimos en cualquier lugar, con grupos
de ocho a doce personas en las cinco mesas que había. 
   Otra de las mujeres decía que, en ocasiones, se había despertado en la habitación
de un motel y que allí había un hombre que ella no había visto en toda su vida y que
entonces le gritaba: «¿Qué hace usted aquí? ¡Salga!». Y el pobre hombre se quedaba
aturdido, después de la maravillosa noche que ambos habían pasado juntos y que ella
no recordaba. 
   Había cuatro mujeres y siete hombres en la mesa, incluyendo a Ryan. No estaba
muy seguro de si iba a decir algo, cuando el jefe de mesa lo miró. Podía pasar, decir
que esta noche solo deseaba escuchar. Se preguntó si aún quedaría algún vestigio de
whisky en su aliento. Y entonces se preguntó a sí mismo: «¿Acaso importaría?».
Como si alguien pudiera señalárselo y fuera arrojado de la terapia. ¡Qué extraño!
Llevaba dos días bebiendo y volvía a sentir la sensación de culpabilidad. Hacía
mucho tiempo que no iba a ninguna reunión. Lo sabía, pero esta noche no se sentía
como un miembro más de ella. Al menos, por ahora. 
   —Gracias —dijo un hombre sentado a dos sillas de distancia de él—. Soy Paul.
Soy un alcohólico y me siento muy contento de encontrarme aquí. ¿Saben? Hay una
gran diferencia entre el admitir que uno es alcohólico y aceptar el hecho. Esa es la
razón por la que me gusta acudir de vez en cuando a una mesa donde se habla sobre
el primer paso en la terapia. No solo para escuchar, sino también para recordarme a
mí mismo que me encuentro indefenso ante el alcohol. Yo no era como Ed, quien
mencionó antes que se emborrachaba durante un par de semanas, después se
enmendaba y se mantenía sobrio durante algún tiempo. No, yo estaba borracho en
todo momento. 

(Elmore Leonard, Hombre desconocido 89, Ediciones Júcar, 1991)