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Salí una tarde de noviembre a setas.
Glacial caía el sol por mi vestido.
Al fondo, la ciudad, por la barriada
más pobre, azuleaba poco a poco.
Cerca del bosque me encontré a ese hombre
de ojos inmensos tras las turbias gafas
todas las alas bajas de los pájaros
color mostaza, estaban en sus ojos.
Recuerdo su librito y el sombrero,
el anorak azul y su cuchillo,
llevaba el palo al cinturón, la cesta,
casi de colegial, de mimbre blanca.
Entrarnos en el bosque, aquel silencio
malignamente se iba deformando.
En el calor geológico de otoño
se puso vertical la galamperna.
Las hojas rojas con sus pobredumbres
cubrían el suelo de residuos ácidos.
Las ramas destruidas espumaban
el plan fatal que en mí se iba forjando.
Yo no sé en qué momento aborrecible
la criminal acción pasó por mi cerebro.
Pudo ser el olor aquel a carne
mezclado con la noche, ya enfilada.
Sólo sé que sus ojos tras los lentes
eran más bellos, cada vez más grandes,
dos setas ámbar de unos diez centímetros,
más comestibles, más resplandecientes.
Cabizbajo, le di tres golpes secos:
uno en la nuca, dos en la mandíbula.
Cayó, marfil, tornado a mi mirada.
Quise sus ojos, cada vez más fijos.
Los recogí en mi cesta, crudos, frágiles,
envueltos en un kleenex sonrosado.
Salí del bosque; de repente, el mundo,
a soledad, a invierno, variaba.
Salí una tarde de noviembre a setas.
Glacial caía el sol por mi vestido.
Al fondo, la ciudad, por la barriada
más pobre, azuleaba poco a poco.
Cerca del bosque me encontré a ese hombre
de ojos inmensos tras las turbias gafas
todas las alas bajas de los pájaros
color mostaza, estaban en sus ojos.
Recuerdo su librito y el sombrero,
el anorak azul y su cuchillo,
llevaba el palo al cinturón, la cesta,
casi de colegial, de mimbre blanca.
Entrarnos en el bosque, aquel silencio
malignamente se iba deformando.
En el calor geológico de otoño
se puso vertical la galamperna.
Las hojas rojas con sus pobredumbres
cubrían el suelo de residuos ácidos.
Las ramas destruidas espumaban
el plan fatal que en mí se iba forjando.
Yo no sé en qué momento aborrecible
la criminal acción pasó por mi cerebro.
Pudo ser el olor aquel a carne
mezclado con la noche, ya enfilada.
Sólo sé que sus ojos tras los lentes
eran más bellos, cada vez más grandes,
dos setas ámbar de unos diez centímetros,
más comestibles, más resplandecientes.
Cabizbajo, le di tres golpes secos:
uno en la nuca, dos en la mandíbula.
Cayó, marfil, tornado a mi mirada.
Quise sus ojos, cada vez más fijos.
Los recogí en mi cesta, crudos, frágiles,
envueltos en un kleenex sonrosado.
Salí del bosque; de repente, el mundo,
a soledad, a invierno, variaba.
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(Isla Correyero, Crímenes. Madrid, Libertarias, 1993)
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