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EDWARD BUNKER

 


Salí de la cárcel con sesenta y cinco dólares, un traje barato (que llevaba diez años pasado de moda), unos pantalones militares y una muda envueltos en un paquete marrón, y un billete de autobús a Los Ángeles. Un carcelero con uniforme me llevó a la estación y se quedó conmigo hasta que subí al autobús.

Subí deprisa, contento de escapar de las miradas de la gente de la estación, atraídas por la compañía del carcelero. Cuando vi cómo se marchaba a través de la ventana de vidrio ahumado, me atravesó como un impulso eléctrico la certeza de que era libre. ¡Libre!

Los demás pasajeros fueron llegando poco a poco y subiendo sus bultos a las rejillas que había encima de los asientos. El motor al ralentí hizo temblar el vehículo. Me invadió una sensación de irrealidad tan intensa que me mareé. Todo era extraño. La resonancia y el tintineo de las voces de las mujeres, que hacía ocho años que no oía, me resultaban tan ajenos al oído como el chino. La variedad y los colores de los vestidos —los tonos rojos y amarillos de los estampados de verano— chocaban contra mi sensibilidad con una fuerza cegadora. Me quedé en el asiento, totalmente embelesado.

El conductor llegó por el pasillo. Era un hombre corpulento. La barriga le sobresalía por encima de la hebilla del pantalón; se había quitado la gorra y tenía los cabellos empapados en sudor. Le pedía el billete a cada pasajero y bromeaba con ellos. Cuando llegó a mí, la sonrisa le desapareció del rostro. Remugó y ni siquiera me miró a los ojos. Sentí una humillación y una rabia que me dieron náuseas, pero luego me pregunté si sólo me lo había imaginado. En todo caso, el conductor retomó las gracias con el siguiente pasajero.

«A la mierda» —musité—. «En unas cuantas horas me mezclaré con la multitud y nadie se dará cuenta».

Los frenos chirriaron y el motor diesel se puso en marcha. Mi viaje hacia la libertad acababa de empezar. Todo lo que sentía quedó eclipsado por la emoción de ver el mundo más allá de los muros de la cárcel. Mientras recorrimos lentamente las callejuelas de la ciudad, me empapé de todos los detalles. Los talleres mecánicos, las tiendas de recambios para automóviles, los bares y las tiendas de ultramarinos más destartaladas tenían un aspecto sórdido y lastimoso bajo el sol implacable, pero a mí me parecían edificios indescriptiblemente hermosos.

El autobús llegó pronto al campo. El asfalto negro dividía kilómetros y kilómetros de campos de alfalfa, extensiones esmeralda pulidas por el agua de los aspersores giratorios. Observé los campos con la fascinación de un niño la primera vez que mira por un calidoscopio.

Las horas iban pasando, kilómetro tras kilómetro. El autobús pasó por onduladas extensiones de maleza —preciosas— y pueblos con bulliciosas gasolineras, donde vaqueros con sombreros de cowboy holgazaneaban y los niños jugaban en las calles. Y después más campos, meciéndose voluptuosamente bajo las caricias de la brisa. Me sentía como si pudiera viajar en aquel autobús durante toda la eternidad y no necesitara nada más para ser feliz.

Dos chicas adolescentes se bajaron en un pueblo cerca de la base aérea. Las miré cuando se alejaban de las estación. Llevaban pantalones ajustados que les marcaban claramente los muslos y el culo. Las observé ávidamente, mientras las fantasías se desbocaban con rapidez e intensidad. Al pasar años sin una mujer los presos desarrollan una gran habilidad imaginativa: hay que tener imaginación para tirarte a un marica con barba de varios días y las cejas depiladas. Cierras los ojos y te imaginas que es otra persona, a lo mejor la exótica estrella de cine que viste en la película del fin de semana. La imaginación es necesaria cuando se sustituye una mujer por una mano resbaladiza llena de vaselina. Vaselina, los ojos cerrados y la imaginación. Cuando las muchachas desaparecieron, seguí excitado por mis fantasías.

El autobús tardó una hora en recorrer lenta y penosamente una carretera que subía por un desfiladero, entre muros de piedra salpicados de matorrales. No había vistas. Aproveché aquel interludio para revisar el sobre lleno de papeles que me habían dado en la puerta de la cárcel. Había tres formularios del informe de la condicional. El primero tenía que rellenarlo y enviarlo la primera semana del mes: nombre y número del recluso, dirección, lugar de trabajo, ingresos, ahorros, descripción y licencia del vehículo. Había también una copia del acuerdo de libertad condicional firmada por mí, con sus condiciones. Eran criterios estándar: conservar un empleo adecuado (¿qué quería decir «adecuado»?), no cambiar de dirección, no conducir un vehículo sin autorización por escrito, no beber, no firmar ningún contrato, no pedir ningún préstamo, evitar a los antiguos cómplices y personas de mala reputación, y atender los consejos y las propuestas del agente de la condicional. El incumplimiento de cualquiera de aquellas condiciones era motivo suficiente para volver a la cárcel sin notificación ni audiencia previas.

En uno de los documentos se mencionaba que el agente de la condicional se llamaba Joseph Rosenthal. Tenía que ponerme en contacto con él en cuanto llegara. Me gustaba la idea de que fuera judío: los judíos habían sufrido tanto que tenía que sentir alguna empatía por mis problemas.

El autobús se detuvo veinte minutos en Santa Bárbara. Bajé rápidamente al arcén porque quería dar una vuelta. La maraña de movimiento y color me marearon. Todo era extraño, un mundo diferente al que yo estaba acostumbrado. Me metí sin pensarlo en una licorería y compré un puro de veinticinco centavos y un cuarto de litro de vodka. No es que tuviera intención de emborracharme (ya estaba borracho de libertad), sino que quería aprovechar mi libertad de elección para comprar algo.

Pero estaba borracho cuando el autobús emprendió el último tramo del viaje por la costa. Observé el encaje que tejían las olas a lo largo de la playa y el brillo del mar, con los tonos desleídos del crepúsculo de principios del verano.

No tuve presente que estaba cerca de Los Ángeles hasta que el autobús subió un desnivel y llegó a Santa Mónica. De súbito, la conciencia de estar en casa chocó con una sorpresa absoluta y un poco de incredulidad. Con la avidez de un niño, aplasté la nariz contra la ventana ahumada y observé el exterior. Reconocía todos los edificios, pero todos me sorprendían.

En West Hollywood giramos por otra avenida. Sunset Strip quedó a la izquierda y pude ver las colinas verdes salpicadas de edificios blancos. Los recuerdos me vinieron a la cabeza con una fuerza arrolladora. Aquel había sido mi territorio el año antes de que entrara en la cárcel: el único buen año que recordaba. No bueno en el sentido moral, todo lo contrario, pero había conseguido dinero fácilmente y lo había gastado en la buena vida: un apartamento caro, un coche deportivo, trajes de seda, licores buenos y comida. Por mucho que fuera una vida frustrante y sin sentido, era una existencia constantemente embriagadora. Con tanto hedonismo no había tiempo para pensar en el «sentido» de las cosas. Aquel año me había costado ocho años de pesadilla, un intercambio totalmente injusto.

El autobús llegó a Hollywood. Me acordé de los horribles chalés de estuco rosa y amarillo, que habían entrado en decadencia tras la edad de oro de los años treinta. Ahora había altos bloques de pisos y rascacielos.

De pronto, el autobús se detuvo en una estación. Tenía un billete para el centro de Los Ángeles y no tenía pensado bajarme en Hollywood, pero cogí mi paquete y salí a toda prisa, con el vientre revuelto.

La estación era pequeña y había poca gente. Eran las cinco y veinte. La oficina de la condicional ya tenía que estar cerrada, pero decidí llamar por teléfono por si acaso.

Contestó una mujer. Me pareció extraño que me dijera «por favor» y «señor», en vez de «gilipollas» y «cabrón», que era a lo que yo estaba acostumbrado. Rosenthal todavía estaba en la oficina.

—Hola, Max —dijo—. Qué sorpresa que hayas llamado. Tu autobús tenía que llegar a las seis y a esa hora ya no iba a estar.

—Me he bajado en Hollywood.

—¿Estás ahí ahora?

—Me dijeron que te llamara en cuanto llegara y eso he hecho.

—Muy bien, muy bien. ¿Cómo estás?

Le dije que estaba un poco borracho. Parecía una afirmación ingenua, pero en cierto modo era una prueba. Si me lo reprobaba, sabría que me había tocado un gilipollas y tenía que actuar en consecuencia y mentirle siempre a partir de entonces. Si lo pasaba por alto con humor o mostraba comprensión, sabría que podría manipularlo. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Simplemente dijo «Oh» y yo me ruboricé y me maldije por no haber aprendido la lección, cuando sabía que había que tener la boca cerrada delante de la autoridad. Me preguntó dónde estaba la estación. Curiosamente, no lo sabía. Había nacido en Hollywood, pero no recordaba ninguna estación. Dejé el auricular colgando y salí a la calle.

En el rótulo de la calle ponía «Vine Street»; en el cruce, «DeLonpre Avenue». Debía de haber pasado por aquella estación cientos de veces sin fijarme en ella.

Me quedé mirando a mi alrededor con asombro y fascinación. A la izquierda se alzaba el skyline del centro de Hollywood, familiar para mí desde la niñez y ahora tan conocido como totalmente nuevo. Más allá estaban las montañas bajas y neblinosas con el inmenso rótulo de Hollywood en la cima. A la derecha, un bloque más allá, estaba el Ranch Market. Era un mercado viejo y enorme, con puestos al aire libre, como antiguamente. Al verlo me vinieron a la mente multitud de recuerdos. De madrugada, el mercado, que tenía un puesto de perritos calientes y un quiosco, contaba con una clientela formada por tipos raros, estrafalarios y grotescos, y putas achispadas con sus chulos. Había que pasar por el puesto de perritos para llegar al aparcamiento, donde se reunía en la oscuridad la gente más extraña, observando con mirada depredadora a los que iban a comprar algo allí a las tres y media de la madrugada, camareras de coctelerías y músicos con los ojos enrojecidos a fuerza de pasar las noches en bares llenos de humo y de vivir en compañía de la marihuana, las pastillas, el alcohol y el sueño desordenado. Cuando era adolescente, demasiado joven para ir a los bares, y no tenía adónde ir, rondaba por el mercado en busca de algún borracho o algún maricón, al que convencía para llevarlo a algún sitio apartado. Entonces le daba un golpe en la cabeza y finalmente conseguía apenas quince o veinte dólares.

Durante el día podría haber sido un mercado cualquiera. Yo sólo lo había visto de madrugada.

Me acordé de Rosenthal y volví a toda prisa a la estación. Le di las indicaciones y le prometí esperarlo en la esquina; se pararía de camino a su casa.

Antes de salir, compré unas cuantas postales y se las envié a algunos amigos que había dejado en chirona. Yo había apreciado aquel gesto de otros otras veces y estaba seguro de que a mis amigos también les gustaría.

Las sombras se iban alargando y empezó a soplar el viento. Era la primera vez que veía anochecer en ocho años, porque la cárcel se cerraba a las cuatro de la tarde. Leroy, Aaron y todos los hombres con número estaban ahora en su celda con unos auriculares, con libros, con sus pensamientos.

Rosenthal llegó con un automóvil pequeño y sencillo, y se detuvo en doble fila para hacerme una señal. Subí rápidamente y Rosenthal dio la vuelta a la esquina y aparcó en una calle residencial con chalés pequeños. De entrada me pareció un cerdito gordo y feliz con gafas sin montura, una impresión que se reforzaba con una barba poblada e hirsuta, y un traje que le apretaba demasiado el contorno de su orondo torso. La imagen se completaba con su cara de pan, sobresaliendo sobre un cuello estrecho. En la cabeza llevaba un ridículo sombrero de ala corta con una pluma verde. Tenía un aspecto más absurdo que amenazante.

La ventaja que me daba observarlo mientras conducía quedaba largamente compensada por su conocimiento de mi largo expediente. Cuando nos dimos la mano, me miró con curiosidad y franqueza.

—Supongo que debes de sentirte muy bien —dijo—. Llevabas mucho tiempo en chirona.

—Sí, estoy como mareado, borracho de libertad. —Intenté sembrar una sombra de duda en su mente sobre lo que le había dicho por teléfono. Rosenthal pestañeó; había unido las dos frases. No dijo nada al respecto.

—No tienes mucha pinta de duro —dijo, con una sonrisa afable, para sacar el tema de mi expediente. Le devolví la sonrisa con una falsa amabilidad. No olvidaba que nuestra relación se basaba principalmente en el hecho de que él me tenía pillado y con una navaja en el cuello. Podía mandarme a la cárcel cuando quisiera. Percibí que su afabilidad dependía de que no le llevara la contraria.

—¿Crees que podrás cumplir esta condicional? —preguntó.

—No veo por qué no. Sólo es cuestión de vivir igual que millones de personas. Tengo problemas, pero son cosa mía, y tengo que ser capaz de controlarme.

—Bien, actitud positiva. Pero a veces a los ex presidiarios todo les resulta más difícil. Necesitan ayuda. Para eso estoy aquí. He visto que tu expediente contiene partes buenas y otras malas. La mayoría de agentes de la condicional llevan ochenta o noventa casos. Yo sólo llevo trece, porque son casos especiales.

—¿Yo soy un caso especial? Sólo tengo una condena por falsificación.

—Una falsificación, sí. Pero el expediente se remonta a muchos años atrás y ha habido episodios de violencia. Por eso eres un caso especial.

—Necesito más vigilancia —dije con acritud.

—Se ve que sí y de eso me encargo yo. —Hizo una pausa—. No tienes trabajo, así que para que mi supervisor aprobara tu libertad a tiempo he tenido que presentar algo. Te he conseguido una plaza en el centro de reinserción de Twenty-Fourth con Vermont.

—¿Un centro de reinserción? —La idea de ir a un albergue para vagabundos, que es lo que eran realmente los centros de reinserción, me ponía enfermo. Y aquél estaba en lo que había sido la frontera del gueto hacía ocho años; sabía que ahora la zona tenía un noventa y cinco por ciento de población negra.

Al ver mi reacción, Rosenthal me explicó que los centros de reinserción estaban destinados a personas como yo, sin hogar, familia ni recursos.

—Es simplemente un refugio hasta que te instales.

A lo mejor tenía razón, pero aquello me sonaba a servicios sociales y suponía seguir controlado por la autoridad. Yo quería libertad, no cambiar una celda por otra. Rosenthal se dio cuenta de mi actitud y cambió de tema:

—¿Y qué tal lo del trabajo? ¿Se te ocurre algo?

—De vendedores de coches siempre hay demanda. Yo tengo bastante facilidad de palabra y trabajé una vez en eso.

—A eso me tengo que oponer. Demasiadas tentaciones de estafar a alguien.

—Bueno, ¿tiene alguna otra idea?

—Ya hablaremos mañana. Me espera la cena y mi mujer me va a pegar la bronca. ¿Y qué tal lo del centro? Pruébalo un par de días.

—Déjeme pensármelo hasta mañana también.

—¿Dónde vas a dormir esta noche? —Atisbé el pensamiento que se ocultaba tras su mirada suspicaz: ¿Iba a desaparecer y dejar colgada la condicional?

—Estaré en su oficina a primera hora. Guárdeme el paquete en el coche. Y tengo que cobrar los treinta dólares que me deben por salir en libertad condicional. No voy a escaparme y dejar esto aquí.

—Si te vas a mí me da igual. Ni me va ni me viene. —Cogió la llave de contacto—. Voy a pasar por Hollywood Boulevard. ¿Quieres que te deje allí?

—Vale.

Hollywood Boulevard me parecía igual de bien que cualquier otro lugar; mi pensamiento no iba más allá del encuentro con Rosenthal.

Cuando Rosenthal se alejó en su coche y me quedé solo en la acera, me sobrevino la sensación de libertad con toda su fuerza. Hasta aquel momento me había dejado llevar por la perspectiva de llegar a la ciudad y la necesidad de ver a Rosenthal. Ahora tenía una sensación de libertad total, algo que pocas personas experimentan. Daba exactamente igual que fuera al norte o al sur, al este o al oeste, que subiera o bajara por aquella acera. Era una libertad tan absoluta que era como estar en un vacío.

Una multitud anónima pasaba de largo a toda prisa, con destinos que habían elegido y que a su vez estaban asociados a elecciones pasadas. Todos tenían un lugar adónde ir y sus grilletes invisibles les hacían más felices que la exigencia de enfrentarse a la libertad. Yo estaba mareado, intimidado y un poco asustado.

Un bosque de neón iba cobrando vida. La aureola resplandeciente que envolvía cada tubo aumentaba a medida que las luces iban ganando terreno a la noche. Los colores centelleaban espasmódicamente, se transformaban en imágenes en ebullición, se movían en espiral, estallaban y relucían sobre el brillo metálico de los vehículos. Empecé a andar hacia el oeste, simplemente porque allí había luces más intensas. Tenía que tomar alguna decisión, hacer algún movimiento.

—¿Y qué coño hago ahora? —La pregunta debería de haber sido absurda, porque había nacido a menos de tres kilómetros de allí y había vivido toda mi vida (en libertad) en Los Ángeles. Pero entre los millones de habitantes de la ciudad no se me ocurría a quién llamar. Conocía a cientos de delincuentes y ex presidiarios que eran más o menos amigos. Estarían en las coctelerías de Sunset Strip o en los bares cutres del centro, o en las cantinas y los bares de los barrios del este. Vivían en furtividad y hacían lo posible para que no se les pudiera encontrar. Pero si me daba una vuelta por los sitios habituales me encontraría a unos cuantos y a través de ellos contactaría con los demás. En unos días podría haberme vuelto a instalar en los bajos fondos de Los Ángeles. Sería fácil y eso precisamente era lo que quería evitar. De pronto las luces de neón me nublaron la vista; era como la sensación que había tenido en el autobús, pero más intensa. La multitud que pasaba a toda velocidad podría haber estado formada por insectos; me sentía totalmente ajeno a ellos. Intenté recomponerme para no perder el equilibrio mental.

El olor a comida y la conciencia del hambre me devolvieron a la realidad. Me comí una hamburguesa grasienta en una cafetería abarrotada y me supo deliciosa, después de haber pasado tantos años en un lugar en el que el queso Velveeta era una exquisitez. Estaba acabando de tomar el café y observando a la gente (los hombres llevaban ahora el pelo más largo) cuando se me ocurrió a quién podía llamar: Willy Darin, el drogata. Llevaba dos meses fuera del centro de rehabilitación, en libertad condicional, o eso había oído por ahí. El teléfono de su suegro estaba en el listín, y allí alguien sabría cómo encontrarlo.

Sujeté el auricular con la mano empapada en sudor. Conocía a toda la familia y esperaba reconocer a quien contestara; pero la voz masculina que apareció en la línea no me resultaba conocida.

—¿La residencia de la familia Pavan? —pregunté.

—Sí. ¿Qué quiere?

—¿Con quién hablo?

—Tío, has llamado aquí.

El juego de suspicacias mutuas era ridículo.

—Me llamo Max Dembo —dije— y…

—¡Me tomas el pelo!

—No te tomo el pelo.

—¡Hostia, tío! Soy Willy. ¿Cuándo has salido?

—Esta mañana. Jo, chaval, no te he reconocido la voz. Oye, estoy aquí tirado en Hollywood. ¿Tienes coche?

—Sí, más o menos. Puede que aguante hasta allí. Pero tardaré un rato, digamos una hora. Has tenido suerte de pillarme aquí. Me he parado un momento saliendo del trabajo, antes de llegar a casa. Tengo que pasar por casa y ducharme.

—¿Cómo está Selma?

—La misma mierda de siempre. Ahora nos contamos. Y nos colocamos, tío.

—Que no sea cualquier mierda.

—Un poco de hierba o algo.

—No me dejes colgado. Ya se sabe que no eres de fiar.

—No te apures. ¿Dónde estarás?

—En la esquina de Hollywood con Vine. ¿Dónde iba a estar, cabrón?

—Llegaré dentro de una hora.

Cuando salí para pasear y matar el tiempo, habían desaparecido las incertidumbres y las tribulaciones y, con ellas, la angustia de la soledad. La cárcel atrofia muchas necesidades emocionales, pero intensifica otras, como la necesidad de compañía. Vivir hacinado las veinticuatro horas del día crispa los nervios, pero también crea adicción.

Paseé por el bulevar, mirando los escaparates, y vi que mi traje, con pantalones con raya y vuelta en los bajos, era un anacronismo. Me encantaba vestir bien —quizá por cierta inseguridad— pero controlé mis ansias pensando que la ropa la conseguiría con trabajo y paciencia. Los que ahora tenían las cosas que deseaban habían estado luchando para conseguirlas mientras yo vegetaba en la cárcel. Sólo la delincuencia me permitiría recuperar el tiempo perdido de la noche a la mañana y eso no podía ser. En muchos sentidos nunca recuperaría el tiempo perdido. Así eran las cosas y no había nada que hacer.


(Edward Bunker, No hay bestia tan feroz, Sajalín Editores, 2018) 

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