El fuego estaba cerca, el calor se dejaba notar y el
humo como niebla espesa no dejaba
ver nada que no tuvieras pegado a tu propia nariz.
Enrique estaba de turno de noche esa noche. La alarma
de incendios no alarmo a nadie.
Eran las cuatro de la mañana. El hotel 1980 estaba
completo. Algo más de doscientas
habitaciones con un tremendo overbooking casi de
avión. Enrique recordó por un
momento las noches de guardia en el campamento militar
de Rabasa. Rabasa era un
pequeño barrio muy humilde de Alicante que estaba
pegado al recinto militar
Dos meses le bastaron para encontrar empleo una vez
concluido el periodo militar.
Enrique era tímido, retraído e imberbe y le vino como
un flotador a un naufrago
trabajar por la noche.
él se ocupaba como cada noche de revisar todo el
trabajo diurno, de revisar la
facturación de restaurante, bar y sala de fiestas y de
preparar las reservas del día
siguiente.
A las cuatro ya tenía el trabajo bastante adelantado.
Ahora faltaba hacer la tercera ronda
de la noche. Puso un cartel en la puerta principal
"vuelvo en cinco minutos" y la cerró
con una llave especial. Empezó por el sótano, la sala
de maquinas, la lavandería con
montañas de ropa por lavar y planchar y por último las
oficinas y los vestuarios de los
empleados. Todo parecía igual que cualquier noche y
pronto se sentaría en uno de los
sofás tan cómodos del hall que había frente al
mostrador de recepción y se tomaría el
bocadillo con los pies
sobre la mesa de cristal esmerilado una vez apartara con cuidado
un hermoso jarrón chino.
Pasó por la puerta de servicio y comprobó que estaba
cerrada con doble llave. El manual
de noche decía bien claro que todas las puertas y
ventanas debían estar cerradas para
evitar en lo posible atracos o sustos poco deseados.
También decía que el teléfono tenía
que ser atendido antes de la tercera llamada, pero era
casi imposible seguir a pie
juntillas el dichoso manual.
A las cuatro y quince de la madrugada del once de
noviembre de 1980 cogió el
montacargas para revisar las doce plantas; pasillos,
office de camareras, iluminación
defectuosa o ruidos inapropiados a esas horas que sin
duda provocarían las quejas de
algunos clientes.
Al llegar a la última planta observó que habían tres o
cuatro extintores en mitad del
pasillo, casi dentro del ascensor. Todo estaba repleto
de polvo que parecía niebla o
humo o todo junto, la respiración se hacía difícil y
la visibilidad era casi nula. Enrique
pensó que se trataba de una gamberrada juvenil de uno
de los grupos que se alojaban
para acudir al concierto de Miguel Ríos.
Abrió una de las ventanas del pasillo para ventilar y
olvido cerrar la puerta del office.
Bajó a recepción y sacó el bocadillo de la mochila y
un libro de Dostoievski. El papel
de aluminio parecía el ruido de astillas o brasas de
madera quemándose, Enrique se
sentó en el sofá una fracción de segundo. En la mesa
Crimen y castigo y un bocadillo
con dos mordiscos.
La noche, la peor noche de su vida aunque viviera cien
años estaba a punto de arder.
Algunos clientes salían del hotel entrada la
madrugada, algunas veces en busca de la
última copa girando en una pista de baile y otras
abandonaban el hotel equipaje en mano
porque tenían el vuelo de regreso.
Esa noche del 11 de noviembre solo salieron los
clientes de la habitación quinientos
diez, dejaron la llave con uno de esos llaveros de
metal o hierro del tipo ama de llaves
de Rebeca, pagaron la factura de los extras - la otra
había que mandarla a viajes
Pautours, pidieron un taxi para el aeropuerto y
Enrique mientras acababa con el
bocadillo de Catalana leyó el prologo de crimen y
castigo.
Las cinco menos ocho minutos. Sólo treinta minutos
después empezaron a salir gritos
del ascensor, la gente bajaba también por las
escaleras arañando, pisando y empujando a
los demás, auxilio, auxilio, hay mucha gente atrapada, la lengua de fuego
está por todas
partes ¡por dios llamé a los bomberos, a la policía, haga algo! La centralita no
funcionaba, el fuego debió dañar parte de la sala de
comunicaciones. Todo
permanecía cerrado. Enrique olvidó el manojo de llaves
de puertas y ventanas en el
office de la decima planta
algunos clientes bajaban llorando de pánico, con
algunas quemaduras, algunos casi
desnudos por las prisas, otros con pijama y camisón y
descalzos y hasta con algún york
side en brazos o algún grandes danés enano.
Enrique me cuenta esto hoy casi cuarenta años después
asegura que con móviles, con la
legislación actual respecto al uso de materiales
ignífugos en edificios como hoteles, o la
formación continua de equipos de protección
proveniente de los propios empleados
podría, y de qué manera, haber cambiado el trágico
final del hotel 1980.
La gente corría hacia las ventanas y puertas cargados
con sillas, con llaves, con
monederos repletos de calderilla lo lanzaban todo
contra los cristales, era imperativo
salir de allí correr a una cabina telefónica que no
fuera del tipo de la cabina de José Luis
López Vázquez, llamar a los bomberos de una vez y
también a la policía,
Más de doscientas personas quedaban atrapadas entre la
planta quinta y la decimo
segunda.
Todo el tiempo que tenían para salir de allí con vida
ya se había quemado. El gigantesco
reloj de aguja del hotel 1980 se quedó parado a las
seis menos cuarto del once de
noviembre de
hace hoy muchos años.
Enrique nunca me contó el final, pero sé muy bien que
estuvo algún tiempo entre rejas y
visitando médicos de la cabeza, el gerente del hotel y
el dueño no salieron indemnes ni
de libertad ni
tampoco de millones de pesetas de los de antes cuando todo se quemaba
con demasiada facilidad en edificios públicos como
hoteles.
He invitado a Enrique a cenar en casa en Nochebuena.
Puede que yo le cuente el final
porque fui el único superviviente de los doscientos
atrapados por una gigantesca lengua
de fuego.
(Pablo Guillén Tudela, Lanzarse al vacío y otros relatos, Letrame Editorial, 2019)
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