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PABLO GUILLÉN TUDELA

 

HOTEL  1980 

El fuego estaba cerca, el calor se dejaba notar y el humo como niebla espesa no dejaba

ver nada que no tuvieras pegado a tu propia nariz.

Enrique estaba de turno de noche esa noche. La alarma de incendios no alarmo a nadie.

Eran las cuatro de la mañana. El hotel 1980 estaba completo. Algo más de doscientas

habitaciones con un tremendo overbooking casi de avión. Enrique recordó por un

momento las noches de guardia en el campamento militar de Rabasa. Rabasa era un

pequeño barrio muy humilde de Alicante que estaba pegado al recinto militar

Dos meses le bastaron para encontrar empleo una vez concluido el periodo militar.

Enrique era tímido, retraído e imberbe y le vino como un flotador a un naufrago

trabajar por la noche.

él se ocupaba como cada noche de revisar todo el trabajo diurno, de revisar la

facturación de restaurante, bar y sala de fiestas y de preparar las reservas del día

siguiente.

A las cuatro ya tenía el trabajo bastante adelantado. Ahora faltaba hacer la tercera ronda

de la noche. Puso un cartel en la puerta principal "vuelvo en cinco minutos" y la cerró

con una llave especial. Empezó por el sótano, la sala de maquinas, la lavandería con

montañas de ropa por lavar y planchar y por último las oficinas y los vestuarios de los

empleados. Todo parecía igual que cualquier noche y pronto se sentaría en uno de los

sofás tan cómodos del hall que había frente al mostrador de recepción y se tomaría el

bocadillo con los pies  sobre la mesa de cristal esmerilado una vez apartara con cuidado

un hermoso jarrón chino.

Pasó por la puerta de servicio y comprobó que estaba cerrada con doble llave. El manual

de noche decía bien claro que todas las puertas y ventanas debían estar cerradas para

evitar en lo posible atracos o sustos poco deseados. También decía que el teléfono tenía

que ser atendido antes de la tercera llamada, pero era casi imposible seguir a pie

juntillas el dichoso manual. 

A las cuatro y quince de la madrugada del once de noviembre de 1980 cogió el

montacargas para revisar las doce plantas; pasillos, office de camareras, iluminación

defectuosa o ruidos inapropiados a esas horas que sin duda provocarían las quejas de

algunos clientes.

Al llegar a la última planta observó que habían tres o cuatro extintores en mitad del

pasillo, casi dentro del ascensor. Todo estaba repleto de polvo que parecía niebla o

humo o todo junto, la respiración se hacía difícil y la visibilidad era casi nula. Enrique

pensó que se trataba de una gamberrada juvenil de uno de los grupos que se alojaban

para acudir al concierto de Miguel Ríos.

Abrió una de las ventanas del pasillo para ventilar y olvido cerrar la puerta del office.

Bajó a recepción y sacó el bocadillo de la mochila y un libro de Dostoievski. El papel

de aluminio parecía el ruido de astillas o brasas de madera quemándose, Enrique se

sentó en el sofá una fracción de segundo. En la mesa Crimen y castigo y un bocadillo

con dos mordiscos.  

La noche, la peor noche de su vida aunque viviera cien años estaba a punto de arder.   

Algunos clientes salían del hotel entrada la madrugada, algunas veces en busca de la

última copa girando en una pista de baile y otras abandonaban el hotel equipaje en mano

porque tenían el vuelo de regreso.

Esa noche del 11 de noviembre solo salieron los clientes de la habitación  quinientos

diez, dejaron la llave con uno de esos llaveros de metal o hierro del tipo ama de llaves

de Rebeca, pagaron la factura de los extras - la otra había que mandarla a viajes

Pautours, pidieron un taxi para el aeropuerto y Enrique mientras acababa con el

bocadillo de Catalana leyó el prologo de crimen y castigo.

Las cinco menos ocho minutos. Sólo treinta minutos después empezaron a salir gritos

del ascensor, la gente bajaba también por las escaleras arañando, pisando y empujando a

los demás, auxilio, auxilio,  hay mucha gente atrapada, la lengua de fuego está por todas

partes ¡por dios llamé a los bomberos, a la policía, haga algo! La centralita no 

funcionaba, el fuego debió dañar parte de la sala de comunicaciones. Todo

permanecía cerrado. Enrique olvidó el manojo de llaves de puertas y ventanas en el

office de la decima planta

algunos clientes bajaban llorando de pánico, con algunas quemaduras, algunos casi

desnudos por las prisas, otros con pijama y camisón y descalzos y hasta con algún york

side en brazos o algún grandes danés enano.

Enrique me cuenta esto hoy casi cuarenta años después asegura que con móviles, con la

legislación actual respecto al uso de materiales ignífugos en edificios como hoteles, o la

formación continua de equipos de protección proveniente de los propios empleados

podría, y de qué manera, haber cambiado el trágico final del hotel 1980. 

La gente corría hacia las ventanas y puertas cargados con sillas, con llaves, con

monederos repletos de calderilla lo lanzaban todo contra los cristales, era imperativo

salir de allí correr a una cabina telefónica que no fuera del tipo de la cabina de José Luis

López Vázquez, llamar a los bomberos de una vez y también a la policía,

Más de doscientas personas quedaban atrapadas entre la planta quinta y la decimo

segunda.

Todo el tiempo que tenían para salir de allí con vida ya se había quemado. El gigantesco

reloj de aguja del hotel 1980 se quedó parado a las seis menos cuarto del once de

 noviembre de hace hoy muchos años.

Enrique nunca me contó el final, pero sé muy bien que estuvo algún tiempo entre rejas y

visitando médicos de la cabeza, el gerente del hotel y el dueño no salieron indemnes ni

de libertad  ni tampoco de millones de pesetas de los de antes cuando todo se quemaba

con demasiada facilidad en edificios públicos como hoteles.   

He invitado a Enrique a cenar en casa en Nochebuena. Puede que yo le cuente el final

porque fui el único superviviente de los doscientos atrapados por una gigantesca lengua

de fuego. 


(Pablo Guillén Tudela, Lanzarse al vacío y otros relatos, Letrame Editorial, 2019)  

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